Doña Hermidia
Era un día oscuro y fresco en el pueblo de Charco Amarillo, un pueblo muy excéntrico
situado en la frontera del país donde los pobladores vivían tan solo con lo que
cultivaban, era un lugar donde los sucesos de carácter nacional no pasaban siquiera
por las mentes de los habitantes.
En el pueblo se vivía con mucha dependencia de los cultivos, por lo que
frecuentemente se vivían épocas de hambrunas debido a las sequías que afectaban los
alrededores del lugar.
En el centro del pueblo residía una familia: los Ayala, una familia de tamaño normal,
conformada por dos hijos, acompañados de su padre y madre, los Ayala eran
económicamente la familia más poderosa del lugar, acumulaban más riqueza y por lo
tanto más y mejores tierras. Manuel, el mayor de los dos hijos era quien llevaba la
batuta de la familia, ya que el padre había envejecido mucho y se encontraba enfermo.
Manuel era un hombre de contextura delgada, alto, esbelto, era un excelente
negociante y el más exitoso de los hermanos Ayala, mientras sus padres y su hermano
se ponían a sus órdenes.
La madre de los hermanos Ayala, Hermidia, era una señora ya muy mayor, demacrada
por el esfuerzo diario, padecía de muchas enfermedades que acompañaban el ocaso
de su vida, El hermano menor, Adolfo, se había encargado de los cuidados que ella
necesitaba, Manuel, sin embargo, decía que ella ya no servía, que deberían enviarla a
un centro de cuidado de ancianos para que no estorbara en la casa, el padre y su
hermano opinaban que lo mejor que ellos podían hacer era devolverle algo de lo que
ella les había dado durante la etapa de crianza, además de los quehaceres diarios que
realizó durante ese tiempo. Manuel seguía firme en su posición, pues a él le
caracterizaba su conducta machista y su falta de consideración, por lo que una lluviosa
tarde decidió llevarse en su automóvil a Hermidia, para recluirla en un centro para
ancianos que se encontraba relativamente alejado del pueblo. Esto lo hizo mientras su
padre y Adolfo habían salido a vigilar las cosechas que se desarrollaban en las tierras
de la gran propiedad que la familia Ayala poseía.
En la noche, Adolfo se dirigió a la habitación de Hermidia para suministrarle sus
medicamentos y a la vez llevarle la cena, pero su sorpresa no fue nada grata cuando se
enteraron que Hermidia no estaba en la habitación, de inmediato Adolfo supuso que
Manuel había hecho lo que hacía tiempo planeaba, aprovechar el momento justo para
llevar a su madre a un asilo de ancianos y liberarse de ella.
Manuel no se arrepintió ni en lo más mínimo de su acto, a pesar del desesperado
intento de Adolfo y su padre para hacer que su conciencia se sensibilizara y
comprendiera que lo que hizo va en contra de sus principios y los de la familia, pero
Manuel continuaba haciendo caso omiso de lo que afirmaban Adolfo y el padre.
Así pasaron los días en Charco Amarillo, el clima se había comportado
maravillosamente, llegó entonces el tiempo de la cosecha, la cual fue provechosa en
demasía para los Ayala y para todo el pueblo, las pequeñas ventas que se realizaban en
algunas esquinas del lugar daban los réditos con creces, más que lo que esperaban los
dueños de las tierras alrededor del pequeño pueblo. Eran tiempos buenos para
Manuel Ayala, hasta que un día recibió una nota del lugar donde se encontraba
Hermidia, le notificaron que a ella se le había agravado una de las tantas
enfermedades que padecía, que ya no le quedaba mucho tiempo de vida.
Manuel, entonces decidió ir al centro de cuidado de ancianos por su madre, ya al
regreso a la casa de los Ayala, Adolfo notó casi de inmediato que Hermidia no había
recibido los tratos adecuados: su contextura, ahora casi esquelética, su piel, blanca
como el papel, su respiración había cambiado y mostraba algunas cicatrices extrañas
en diversas partes de su desgastado cuerpo, ante esto Adolfo se mostró sumamente
molesto con Manuel, al igual que el padre, pues él no respetó las opiniones de su
familia y tomó las decisiones sin ninguna consulta con su madre.
Pasaron tres semanas y Hermidia continuaba con vida, a pesar de que en el lugar
donde se encontraba le habían asegurado que no viviría más de una semana, la
acompañaban su esposo y Adolfo, Manuel se encontraba en sus negocios, afirmó que
ya no quería ver más a su madre sino hasta su funeral, el sacerdote del pueblo ya había
realizado los actos respectivos a Hermidia, pero ella seguía con vida, al notar esto,
Adolfo decidió llamar a Manuel para que conversara con su madre, pues ella así lo
había solicitado, de inmediato llamó a Manuel, el cual, después de los insistentes
ruegos de su hermano y su padre, decidió sacar un lapso de tiempo para reunirse con
su madre.
Ya en la casa de los Ayala, Manuel ingresó a la habitación de Hermidia, quien le dijo lo
siguiente:
“Hijo, sé que no me pedirás perdón, pues tu orgullo no te lo permitirá, pero cuando yo
no esté entre los vivos, si en algún momento sintieras algún remordimiento… en tu
conciencia, ten presente que yo te…..perdonaré todas tus fallas.”
Dicho esto, su pulso y respiración disminuyeron paulatinamente hasta mermar por
completo, su cuerpo inmóvil y viejo perdía el alma, la cual se esfumaba y avanzaba
lenta y verticalmente hacia arriba.
Manuel, con sus ojos ahora teñidos de un color rojizo y su rostro empapado en
lágrimas abandonó la habitación de su madre y comunicó a su padre y a Adolfo la fatal
noticia, la cual los afectó a todos, pero con mucho más fuerza a Manuel, quien lloró
como nunca antes en su vida.
El día del funeral se observaba a Adolfo conversando con los asistentes, los cuales se
hicieron presentes en gran cantidad al acto de despedida de la señora Hermidia,
Manuel por su parte se encontraba aferrado al féretro, sollozaba insaciablemente,
frecuentemente golpeaba los cristales que dejaban observar el rostro de Hermidia,
Manuel no se parecía a aquel que conocían Adolfo y su padre, quienes lucían mucho
menos afectados que Manuel, que por cierto se hizo cargo de convocar a todo el
pueblo para la ceremonia que se celebraría en la pequeña iglesia del pueblo y también
cubrió los gastos del funeral.
Manuel manifestó un cambio radical en sus conductas y también con su familia, ya que
se preocupó más por su padre y menos por sus negocios, parecía haber aprendido la
fuerte lección recibida por la muerte de su madre.
Sin embargo el padre de los dos hijos, el señor Farabundo Ayala padeció una
fulminante enfermedad que, dada su elevada edad lo llevó al lecho de muerte en muy
pocos días, desde este lugar dijo sus últimas palabras, las cuales fueron:
“Hijos míos, el momento ha llegado, a ustedes les aconsejo que hagan su vida, que
hagan una familia y procreen hijos, pues es la manera de que en estas tierras
prevalezca la herencia de los Ayala, a ti, Manuel, sé que te encuentras deprimido por la
muerte de Hermidia y muy pronto la mía, pero ten por seguro que el trato que recibí
en estos últimos días de parte tuya me han hecho sentir tu oculto lado humano, esto,
sé que tu madre, desde donde esté, lo habrá observado y te perdonará con mucha más
razón.”
Transcurridas unas cuantas horas, Farabundo Ayala falleció, los funerales se realizaron
con el mismo fervor que el de Hermidia. Los dos hijos, ahora huérfanos, pero con
suficiente madurez para enfrentar la vida solos, emprendieron su marcha hacia la vida,
enfrentándola tal y como sus padres les aconsejaron.
Adolfo llevó una vida normal, tuvo tres hijos y continuó trabajando en las tierras de su
propiedad. Manuel por su parte se casó y procreó dos hijos, a los cuales les contaba la
experiencia que él vivió y les explicaba frecuentemente el valor que las figuras
paternas poseen.
FIN.
José Carlos Zúñiga Fernández
07-10-2009
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